Esperanzas Enfundadas (cuento)

Se sienta en la mesa del comedor y repasa una vez más la lista, para que no se olvide nada. Dos fotos en tamaño 5x5 con fondo blanco. Las toma entre sus dedos y se observa ridículo, de traje y corbata, tratando de mostrar con su expresión la seguridad y la idoneidad esperada, pero que ahora parece más la expresión de un convicto recién llegado a la estación de policía. ¿Las fotos deben pegarse a la hoja? ¿Graparse o anexarse con un gancho? Tal vez sea mejor si van sueltas dentro del sobre amarillento. Por si las dudas llevará un gancho y goma para decidir a la mañana siguiente.

Ahora el formulario. Revisa punto por punto. Retiñe con su lapicero las palabras que cree han quedado poco legibles; eso se puede prestar para malas interpretaciones y eso es lo que menos quiere. Relee las preguntas y siente que algunas respuestas pueden estar mal. ¿Mal? Sí, como en los exámenes de la escuela en los que las preguntas estaban hechas especialmente para que cayeran los desprevenidos y no para medir qué tan profundo se habían clavado las palabras del profesor en la cabeza del estudiante.

Suspira y toma los miles de fotocopias, certificados y justificaciones, todas firmadas por desconocidos que debían inspirar confianza, si no a él, por lo menos al que iría a hacer de investigador buscando manchas en los blancos papeles. Los toma en sus manos y los organiza cuidadosamente, golpeándolos verticalmente sobre la mesa de mantel tejido, antes de introducirlas nuevamente en el sobre amarillo. Revisa el papel con la hora de la cita, escrita en esa hoja cuadrada del eterno montoncito al lado del teléfono. Levanta la cabeza para ver el reloj de la pared, que ya marca más de la media noche, y decide ir a tratar de conciliar el sueño.

Al día siguiente, llega al lugar indicado una hora antes de lo señalado. Había dormido poco y aprovechó los primeros rayos de sol para elegir cuidadosamente la ropa que habría de usar. Tomó una larga ducha, se afeito bien y ensayó frente al espejo la mirada más tranquila que sabía. Se despidió de su esposa y sus hijos, que aún dormían y salió de su casa jugando nerviosamente con las monedas que tenía en el bolsillo para pagar el pasaje del autobús.

Al llegar había varias filas distintas, grupos de personas que parecían ovejas perdidas del rebaño, mientras un guardia hacia las veces de perro pastor que ladraba ordenes para alinear a las ovejas asustadas. Cada quién esperando el momento para entrar con su sobre amarillo, recitando respuestas hipotéticas a preguntas no formuladas.

Una vez dentro no había otra opción que sentirse intimidado ante la magnitud del recinto y los cientos de cámaras de seguridad que le observaban como pequeños ojos inquisidores. Bien dice la psicología de la guerra que una forma de quebrantar el espíritu del enemigo es deslumbrarlo con la fastuosidad de su adversario. De nuevo, más filas y sillas que predecían la larga espera. Rodeado de ventanillas con números centelleantes, pasaban las horas y no parecía llegar el momento en el que habrían de llamarle a uno de los espacios destinados para que se excusara y se justificara.

“¡629!”, oye gritar a una mujer con voz chillona, “¡629!”. Toma una bocanada de aire en un suspiro fuerte y va hacia la ventanilla con su sobrecito amarillo en la mano. Se acerca, y desde dentro de aquella pecera una mujer blancuzca le pide, en un mal español, que ponga el sobre amarillo en una bandeja plateada, casi clínica.

Él lo levanta, lo mira lleno de esperanza por un segundo, como quien trata de bendecir una reliquia, y lo pone en la bandeja metálica. La mujer recibe los papeles y en un descuido los deja caer al piso, de donde emergen igual de maltrechos ella y el sobre, mientras él siente morir. A este personaje, resguardado al otro lado del vidrio, poco le importa tener el mundo en sus lechosas manos.

La funcionaria de la embajada vacía el contenido del sobre, hace un par de muecas frente a la pantalla del computador y dice sin mirarlo, “Lo sentimos. Visa denegada”. Recoge del escritorio los papeles, las fotos y el gancho, los introduce en el sobre y lanza todo a otro recipiente clínico bajo el escritorio, mientras él, desde fuera, observa como todo su mundo es lanzado a los pies de esta señora, que trata de apretujar más esperanzas perdidas dentro del cubo de la basura, junto a los sueños de otros más.

Él sale del edificio estilo militar, derrotado, con el alma un poco rota y baja la cabeza para mirar sus manos callosas, esas que no fueron capaces de recoger su mundo en el momento en que cayó al piso y defenderlo con honor. Esas manos que ahora sólo recibían la pequeña lágrima que escapó del orgullo vencido. Por su parte, la funcionaria toma un sorbo del café frío, bosteza y piensa en cuan aburrido será este día, tratando de ignorar a estos pobres, mal vestidos, que vienen a entregar sus vidas como si valieran gran cosa. “¡630!”, gritó destemplada, “¡630!” y tomó de la taza un sorbo más.

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