Luxor

Sirena del Nilo

Nos saluda el majestuoso Nilo mientras intentamos huir de otra burbuja más, otro castillo de cristal que, aunque es lo que nos ha permitido llegar hasta aquí, nos aburre en su monotonía insípida. Atravesamos ésta y siete murallas más que nos separan del frío nocturno y del olor del río, tan lleno de magia, queriendo purificarnos bajo la luna creciente que ilumina a través de unas milenarias ruinas.

Todo lo que queremos es sentir el palpitar de la ciudad, aspirar profundamente el aliento de sus calles y el sonido de sus gentes. Se nos abren las puertas poco a poco, no sin dificultad, para poder adentrarnos en la fortaleza; como una caravana de extranjeros a los que se les codicia y se les desprecia al mismo tiempo, pero a los que lentamente se les descubre como iguales, mientras nos quitamos pesadas máscaras y oscuros velos.

Se escuchan entonces melodías desconocidas que provienen de un oscuro callejón del bazar. Al acercarnos, de la penumbra aparecen cientos de manos que nos arrastran hacia el centro de la algarabía, arremolinándose en torno nuestro entre bailes y gritos que nos atemorizan y nos aturden. No fue sino hasta que logramos abrir los ojos, no los párpados, sino los ojos del alma, que descubrimos que sus gritos eran cantos de alegría y su baile una invitación a la vida, impulsado todo por la imparable fuerza de las sonrisas sinceras que llovían con ímpetu sobre nuestra piel.

Cuando esta cascada nos posó de nuevo a la vera de nuestros pensamientos, extasiados nos dejamos llevar por la corriente del bazar, que nos arrastraba hasta una nueva orilla, en donde nos deja como conchas en la arena, expectantes y ansiosos. Es entonces cuando aparece un hombrecillo de tez morena, barba finamente recortada y grandes orejas, vestido con una galabeya clara y un turbante blanco. Sus ojos, grandes y negros como el ébano, tan expresivos como el más hábil de los oradores, nos obligan a quedarnos.

Su nombre es Ali y es un artista. Dice que su especialidad es la escultura en piedra, pero rápidamente entendemos que aquello que esculpe no es otra cosa que noches para sí mismo, en las que recoge contertulios para envolverlos suavemente en sus palabras y moldearlos entre risas y sorpresas. Su juego es iluminarnos y deslumbrarnos con sus evocaciones de lo mágico y lo místico. Es un excelente jugador, y nosotros estamos dichosos de ser piezas en su el tablero.

Nos invita a tomar el té en medio de un callejón oscuro y polvoriento, de aquellos en los que nunca quisiéramos encontrarnos en nuestra propia tierra, pero que allí, en medio de la magia, se convierte en el escenario perfecto para una sesión de historias. Sin más preámbulos, al calor de las infusiones comenzó a contarnos su mundo y a desenmarañar el nuestro.

De la nada, lograba leer nuestros pensamientos y nuestras vidas, siempre acertadamente, como un adivino que nos encantaba con su voz. Sus juegos de palabras y de gestos iban siempre acompañados de grandes bocanadas de humo blanco que le daban un halo aún más místico, mientras jugueteaba en el aire haciendo figuras y moviendo sus manos como serpientes amaestradas –tan dóciles como nosotros bajo su voz. Con su interpretación devoró el tiempo y sólo cuando se hubo saciado él, nos dejó ir, haciéndonos creer que era nuestra la decisión de partir, y desapareció.

Aún hoy no sabemos si aquella noche fue real o fue una entrada momentánea a una de las vigilias de Sherezade, en la que una historia comienza en medio de otra, y se entreteje con los personajes en las situaciones más fantásticas y las más comunes. No lo sabemos, pero todos entendimos que esa noche habíamos dado un paso fuera de nuestro mundo, que bajo esas estrellas una ventana corrió su velo y nos dejó ver otras almas con otros ojos. Ahora pasamos las horas esperando que ese viento del desierto nos traiga de nuevo esos aromas, nos devele secretos y nos susurre leyendas. Aún esperamos.

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