Don Mario

Foto por María José Ramírez

Don Mario tenía casi 2 metros de gallardía y altura, y una sonrisa desdentada pero igual en tamaño. Cuidaba los carros que estacionaban alrededor de un parque con estación de policía, donde detuvo, naturalmente, más robos que la misma autoridad. Cuando alguien le esquivaba la mirada para no darle una moneda, preguntaba: "¿Usted de casualidad no estudió conmigo en el José Joaquín Casas?", abriendo una grieta sísmica a los pies de los bogotanos que creen que dinero, clase y colegio son una trinidad indivisible.

Me contaba que en una época había tenido una gran casa, familia y trabajo, "de esos importantes en el Sears". Decía que la droga lo había acompañado desde muy joven, pero que lo que lo empujó al abismo fue la incomprensión de la gente a su alrededor. En la caída saltó de casa en casa y de calle en calle, hasta que el agujero negro del Cartucho lo recibió. "Fueron años muy oscuros", me dijo una vez, "y sólo me vine a despertar un día parado en la mitad de una avenida, gritándole a Dios que me matara si era tan macho". Y cuando casi se muere, decidió que no podía irse de este mundo sin ver a su madrecita. Se plantó cada día debajo de la ventana materna, a pedir una moneda o un pan a la gente que pasaba, hasta que alguien estacionó su carro en la acera y le pidió que lo cuidara. Así empezó a rebuscar la vida que tenía adentro y fue quedándose más de este lado que del otro.

Como conversador incansable, me regaló horas de tertulia en las bancas del parque o en la panadería de la cuadra. La última vez que lo vi, la mañana antes de irme de Bogotá, me dio un fuerte apretón de manos y me dijo en un inglés británico impecable: "Have a great life, Mister Ramirez!". "Disfrute mucho que esta vida es una machera", agregó agarrándose la barba canosa: "La vida es una machera".

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